Evangelio según San Juan 1,1-18.

Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.


Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan.
Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.
El no era la luz, sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él, al declarar: "Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo".
De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia:
porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.
Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre.
Extraído de la Biblia: Libro del Pueblo de Dios.

Bulle San Amadeo de Lausanne (1108-1159)
monje cisterciense, obispo
Homilía mariana III (Trad. sc©Evangelizo.org; Cfr SC 72, «Huit homélies mariales», Paris, Cerf, 1960)
El es verdaderamente el Salvador del mundo (Jn 4,42)

Señor, hemos sabido de tus obras y hemos estado asombrados. Hemos contemplado tus maravillas y nos hemos admirado.
Una vez que descendió tu Verbo, nuestro corazón se conmovió y nuestro interior con estremecimiento se abrió a él. Cuando el silencio envolvía todo y que la noche había recorrido la mitad de su camino, tu Palabra todopoderosa ha llegado de los palacios reales (cf. Sab 18,14-15). Porque tu has derramado sobre nosotros, Padre, lo inmenso de tu caridad y no has podido retener más la abundancia de tu misericordia. Has hecho brillar la luz en las tinieblas, esparcido el rocío sobre la sequía y en el frío penetrante alumbraste un fuego ardiente. Por eso, tu Hijo apareció como alimento abundante cuando amenaza una extrema escasez, como manantial de agua viva para el alma que sufre y desfallece en pleno calor. O también, como se manifiesta el liberador a los sitiados que van a ir a combate, con la perspectiva de la muerte, bajo la amenaza de la espada enemiga. Así se reveló a nosotros, nuestro Salvador.
Es muy bueno y deseable, reportarnos a los orígenes de quien es nuestra salvación, proclamar su encarnación, recordar de dónde ha venido y de qué forma ha descendido.